En general, hemos considerado a la historia como algo profundamente ligado a las fuentes escritas. Esta noción, derivada de la visión rankeana (y considerada científica), tiene algo que ver, pero no mucho, con la historia de los pueblos. Los irlandeses tenían sus bardos, los griegos sus tragedias, la oralidad de los incas; todas fueron formas de transmitir la historia. Ésta tiene varias funciones: una es la legitimación de un tipo de sociedad determinado; otra es la de la memoria y transmisión de la experiencia, las lecciones del pasado; una última, es la de la constitución de un grupo social a través de la creación de una historia compartida que define identidades colectivas. Así, la historia oral se convierte en la base material necesaria del sentido común y de las estructuras de sentimiento imprescindibles, tanto para la dominación como para la liberación del oprimido. En este sentido, la oralidad es la forma más antigua de transmisión del conocimiento histórico.
Desde una disciplina marcada por la impronta del positivismo, ¿cómo aproximarse al estudio de la subjetividad de los grupos sociales? ¿Cómo trazar la permanencia de tradiciones, sentidos, prácticas comunes? ¿Cómo aproximarse a un análisis en profundidad de ese sentido común que marca los comportamientos humanos, tomando en cuenta su evolución en un período histórico determinado? La respuesta a éstos, y muchos otros interrogantes, se encuentra en la historia oral.